Fin de la modernidad. Decadencia y muerte del humanismo -y 3-



EL FIN DE LA MODERNIDAD,

DECADENCIA Y MUERTE DEL HUMANISMO

(Un comentario acerca del mundo en que me ha tocado vivir)

(PARTE 3ª y final)

 

Y después de lustros de bonanza económica y prosperidad, llegó la primera gran crisis del petróleo. La OPED decidió en octubre del 73 no exportar más crudo a los países que habían apoyado a Israel en la Guerra de Yom Kipur que enfrentó a ese país con Siria y Egipto –otro de los conflictos enquistados desde el final de la II Guerra Mundial–. El gran avance industrial hizo a los países desarrollados altamente dependientes del petróleo, por lo que tras las medidas del cártel petrolero se generó una reducción drástica de la actividad económica y una altísima inflación. Y esto sí que causó un gran impacto en todas las economías desarrolladas. Y lo que era una revuelta de escaparate fruto del tedio del bienestar, se convirtió en verdadera tensión social, y muchos de los de “la Paz y el Amor” y estudiantes universitarios, dieron el salto a la violencia como estrategia política. Comenzó un tiempo de terrorismo. Una nueva red internacional –que se unía a los grupos nacionalistas ya activos en los 50 y 60 como Los Hermanos Musulmanes, Fatah, el IRA y la ETA, por ejemplo–, que atacaba en todas partes, Oriente Medio: Septiembre Negro, Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP); Europa: Brigadas Rojas,  Fracción del Ejército Rojo (RAF Baader-Meinhof), Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO); Centro y Sudamérica: Sendero Luminoso, Ejército de Liberación Nacional (ELN), Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC); Norteamérica: Frente de Liberación de Quebec (FLQ); Asia: Ejército Rojo Japonés (ERJ)… El coreografiado musical del pacifismo Flower Power se convirtió en una película de terror sangriento.

El punk fue el despertar nihilista de este mal sueño. Aun leo a nostálgicos de la utopía que no paran de contarnos que el punk fue un movimiento revolucionario –ni se puede clasificar como movimiento y sobre todo no pretendía ningún proceso revolucionario–, ni de difundir el mayor lugar común –gran falsedad–, que fue una respuesta a Margaret Thatcher y su política de privatizaciones. La Thatcher llegó después de que terminara la primera y genuina ola de punk antes de las crestas mohicanas, que va del 74 al 78, tras el descontento con una larga década de laborismo –también NYC, foco irradiador de esta tendencia macarra del rock, tuvo un gobierno Demócrata hasta 1977, que estuvo a punto de llevar a la ciudad a la bancarrota dejándola con la mayor crisis social de su historia–. El punk fue un momento singular de autodestrucción, una autocombustión que duró lo que dura un cigarro encendido. Ni los punks eran necesariamente de izquierda, de hecho, eran habitualmente llamados fascistas debido a su iconoclastia, ni a la izquierda intelectual les interesó hasta pasado un tiempo, ya que fueron sorprendidos por un fenómeno que iba contra todo y todos, y escapaba de su control. Por ejemplo, en España entre el 77 y el 79 se escribieron una serie de artículos en los que no se valoraba muy bien lo que llegaba de Londres: “Pim, Pam, Punk” de Carlos Tena en el Mundo Obrero, despreciándolo frente a los sufridos –y bastante coñazos– cantautores; “Revolucionarios sin revolución” en Vibraciones, de Diego A. Manrique; “La moda basura” en Triunfo, de Eduardo Haro Ibars que decía “de esto del punk no se puede hacer una ideología, ni siquiera un estilo de vida”, dejando claro que el referente era aún el 68; y por último en el número 26 de Ajoblanco, Juanjo Fernández escribe un texto furibundo titulado “Punk y fascismo: dos caras de la misma moneda”. Los órganos políticos izquierdistas –y en general la militancia– desconfían de todo lo que no pueden controlar y desprecian cualquier manifestación cultural o social que no ha sido ideada por ellos. Nuestro Joven amigo, desde dentro nos lo ha explicado muy bien.

Comencé a comentar más arriba, que la sociedad occidental ha creado una gran paradoja. Los avances que ofrece su cosmovisión, que es de naturaleza crítica y racional, han generado una serie de tensiones internas, propiciando que las mismas élites intelectuales alienten una lucha feroz contra ese “marco” que es el que les posibilita esa crítica radical y una libertad de pensamiento y acción. En ninguna otra civilización podrían haberla planteado, además con el prestigio que lo han podido hacer en Occidente. Que les pregunten a los intelectuales de los países musulmanes, aunque no solo allí, ya que gran parte del terrorismo islamista en Europa es debido a la crítica a un sistema dogmáticamente represivo. Un paradigmático ejemplo es el atentado en París en 2015 contra la publicación crítico-satírica Charlie Hebdo. 

Visto el fracaso pertinaz de las sucesivas estrategias revolucionarias planteadas por las elites universitaria y artística, y aunque en esos momentos de la historia, la izquierda ya ha traicionado multitud de veces a la clase obrera, aún no para de hablar en su nombre. La “Nueva Izquierda” dejó de ser obrera y los obreros dejaron de ser de izquierda, debido, sobre todo, pero no solo, al fracaso en el terreno económico y sobre el bienestar de las personas, constatando que toda aplicación de un programa social-revolucionario ha llevado a las sociedades afectadas a la miseria y al sufrimiento. Por eso, las élites izquierdistas, apoyadas en las nuevas herramientas de las llamadas “ciencias sociales” de cuño posmoderno, han planteado como objetivo un programa social, una ortodoxia de control del pensamiento, que se manifiesta en una ingeniería identitaria que desprecia el conocimiento, la historia, el arte y la biología, en una suerte de adanismo de destrucción de las “construcciones sociales” que configuran al capitalismo burgués: el etnocentrismo, el heteropatriarcado, el colonialismo, el machismo, el racismo, el lenguaje...

El cambio diferencial que planteó esta izquierda hace ya unas décadas, es que no iban a trabajar por la revolución clásica, sino que serían parte de las élites, tanto económicas como político-sociales, para llegar a controlar los vehículos que influyen y modelan la opinión y el pensamiento: las universidades –el porcentaje en los claustros de la facultades americanas de humanidades es de 8 izquierdistas por cada conservador–, la prensa, a través de los consejos de redacción –ver, por ejemplo la “dimisión” del Jefe de Opinión del NY Times, James Bennet, ante la presión de sus compañeros, por proponer que en sus páginas hubiera una visión crítica alternativa del Black Live Matter–, incluso en las Bolsas –ver los programas de Responsabilidad Social Corporativa de grandes empresas como bancos y energéticas, y la aplicación de los estándares radicales DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión) en sus plantillas–, aliándose con un puritanismo transversal y feroz, instaurando lo que se ha llegado a denominar “pensamiento único”, con el que se está ejerciendo un control efectivo sobre toda la esfera social, imponiendo esta agenda mediante legislaciones, que nada tienen que ver con las clases populares, y sí más bien con la verborrea de las élites de la burguesía urbana, “perspectiva de género”, “teoría queer”, “memoria histórica”, “interseccionalidad” y leyes educativas cada vez más sectarias y adoctrinadoras, y todo esto apoyado en aparatos tan potentes como Facebook y Twitter y su nueva censura, añadiendo además, en el plano económico, la aplicación de una política fiscal asociada a la marca dogmática “Cambio Climático” –al final la carne y los coches volverán a ser unos productos solo al alcance de esta élite, la que nos impele a usar el coche de San Fernando, ya saben, “un ratito a pie y otro andando”, y comer pienso de perros, la próxima carne de los pobres, con leche de soja–. Un programa que realmente desprecia a las clases populares, al librepensamiento, y a cualquier tipo de heterodoxia. En realidad, no existe el tan cacareado neoliberalismo, ni tan siquiera un liberalismo real y clásico, existe una relación estado-corporación que necesita de un férreo control del pensamiento, las ideas y la libertad. Al final volvemos a confluir con el modelo chino.

El espíritu romántico de las revoluciones siempre ha tenido buena reputación entre ciertas capas de la sociedad que podríamos denominar “ociosas”: jóvenes, periodistas, artistas, intelectuales variados y aspirantes a líderes políticos. La clase trabajadora en general suele ser bastante moderada. Incluso los grandes sindicatos como los alemanes han sido reformistas y pragmáticos habitualmente. Siempre me sorprende cuando grupúsculos de izquierda hablan en nombre de la clase trabajadora en general, cuando representan, en el mejor de los casos a una pequeña burguesía pijo-universitaria, si no, a una facción de una escisión de un grupo. Voy a poner un ejemplo muy interesante, el caso del Situacionismo, ya que es el movimiento que más se ha relacionado con el nacimiento del punk, debido a que Malcom McLaren, manager de los Sex Pistols –que junto a Vivienne Westwood fueron los que forjaron la estética y la actitud del fenómeno en Londres–, tuvo contacto con algún situacionista y participó en un par de “acciones” en la universidad. El Situacionismo fue una práctica artístico-política que nació a finales de los 50 como heredera del Dadá y otros movimientos de entre guerras, que mezclaba el pensamiento marxista con planteamientos de la vanguardia revolucionaria. Se concretó en 1957 en la Internacional Situacionista a partir de los restos de la Internacional Letrista y del Movimiento Internacional para un Bauhaus Imaginista, entre otros. Su figura principal fue Guy Debord. A estos grupos les ponían el adjetivo de Internacional porque solían reunir a colegas de varios países –más o menos como el chiste: “Érase un francés, un inglés, un alemán y un español…”–. Pueden encontrar en internet fotos de las reuniones de la IS en la que se ven sentados en torno a una mesa a 10/12 personas tomando cervezas. Eran tan críticos y exigentes intelectualmente que cada cierto tiempo sufrían una escisión, como la de 1962, de 7 de sus miembros, que ante la radicalización política y el rechazo a todo tipo de arte por parte de la organización, crearon la Segunda Internacional Situacionista para poder seguir siendo artistas –seguro que les gustaba más mancharse las manos de látex, acrílico y otros materiales diversos, que pegarse con la policía–. A otros 2 los echó Debord por pillarlos un día viendo un partido de futbol y mostrar falta de rigor en su militancia –deberían haber intentado explicarle que el futbol podía entenderse como una metáfora de la sociedad, pero creo que el gran líder ya había perdido cualquier noción de la forma poética–.

El propósito de estos grupos era crear “situaciones”, es decir hacer algún “happening” llamativo, pintar grafitis, repartir octavillas, realizar protestas en la universidad y en los museos, y escribir artículos para “acabar con la sociedad de clases y combatir el sistema ideológico de la civilización occidental y la dictadura capitalista de la mercancía”. Aún en artículos, exposiciones en importantes centros de arte –que están quedando como centros de adoctrinamiento ideológico–, monografías y demás publicaciones, da la impresión de que ellos solos agitaron y convulsionaron el mundo poniendo al capitalismo de rodillas. Pequeña mitología de la aristocracia académica.

Tengo la sensación de que existe una melancólica nostalgia hacia los levantamientos armados revolucionarios. Pienso en concreto en tres momentos de gran prestigio, el Terror de la Revolución francesa, la II República española y el régimen castrista en Cuba. La revolución de 17 y el Socialismo Real soviético, así como el Gran Salto Adelante Cultural chino han ido perdiendo brillo, por no hablar ya de Camboya o Corea del Norte. Así como la República de Weimar casi ha desaparecido como momento histórico a reivindicar debido a que fue un periodo tan convulso, lleno de tensiones ideológicas y de graves problemas económicos, y que sin duda favoreció el ascenso del nacionalsocialismo, la II República española sigue teniendo un halo de romanticismo que se ha convertido en el faro que guía a muchos movimientos izquierdistas. Y me refiero a ciertos momentos del periodo republicano, desde luego no a los gobiernos –igual de legítimos–, de centro-derecha, llamados en los libros de texto “Bienio negro”. Más bien las jornadas de anticlericalismo del 31 con la quema masiva de conventos e iglesias, el alzamiento revolucionario del 34 con nada menos que un diputado y exministro, Indalecio Prieto, introduciendo armas ilegalmente por la costa asturiana, y sobre todo el Frente Popular, insurgencia definitiva en contra de la misma República en la guerra –esa “República sin republicanos”–, con una retaguardia llena de checas que asesinaba y torturaba a cualquier sospechoso de ser religioso, tradicionalista, conservador o simplemente no revolucionario. En fin, una época de la que no tendríamos que sentirnos muy orgullosos.

Aunque he tenido momentos personales de gran ardor contestatario, he intentado ser crítico con todas las situaciones sociales y nunca me he casado con ninguna idea dogmática sobre la realidad. Siempre he tenido bajo sospecha todas las posiciones políticas y he sido bastante como el “Anarca” de Ernt Jünger, alguien que aspira a la soberanía individual. Por más que observo, he llegado a la conclusión de que las teorías marxistas, en las que, en su redacción, se han gastado ríos y ríos de tinta, no se ajustan a la realidad, ni desde el punto de vista económico –todos los países que han aplicado recetas más o menos liberales y sobre todo un sistema de mercado, han tenido y tienen un nivel de prosperidad y desarrollo social mucho mayor que los que han aplicado programas económicos marxistas–, y sobre todo desde el punto de vista social y cultural; las recetas marxistas y sus excrecencias posmodernas, guiadas por un enfermizo sentimentalismo infantil y victimista, y un ataque feroz a todas las instituciones sociales y culturales, como la familia, la propiedad, la religión, han terminado por eliminar andamiajes que ejercían de puntales civilizatorios. Mi admirado Nietzsche mató a Dios, pero a cambio propuso superarlo haciendo al hombre más fuerte, uno que no tuviera necesidad de Él, y no un nihilista agraviado por todas las circunstancias sociales. Sigo sin entender por qué a muchos de estos posestructuralistas se les siguen denominando “nietzscheanos”. Aún no se han dado cuenta de que era un “aristócrata poeta”.

Creo que el desprecio, desde los distintos sectores de la izquierda –incluyéndome–, durante muchísimo tiempo a los puntos de vista conservadores, intentando quitarles cualquier tipo de legitimidad, está llegando a ser letal para el concepto de civilización. El relativismo imperante nos deja perdidos, nos aleja de la cultura, del legado artístico e intelectual y resquebraja la civilización. Creo que estamos llegando a una “educada” barbarie.

Me gustan las sociedades libres, que aceptan las diferencias de todo tipo y que son capaces de pactar sus relaciones, que valoran al individuo, su esfuerzo, su talento y su legado. Creo que 2.700 años de acumulación de pensamiento no pueden ser destruidos por 100 años de finos intelectuales de salón.

Creo en el concepto de civilización, y aunque entiendo cierto relativismo cultural relacionado con la riqueza y singularidad inherente a todas las civilizaciones, estoy convencido de que hay algunos valores absolutos y algunos hallazgos son más importantes que otros: la Constitución americana y lo que representa está muy por encima de la Sharía, o la Novena Sinfonía de Beethoven tiene más valor que el interesante bikutsi camerunés. Reconozco la imperfección de las sociedades, la imperfección en general. Reconozco que hay personas que sufren más que otras y que se ven afectadas por las circunstancias de diferente manera, y es necesario intentar establecer ciertos equilibrios y compensaciones –como soy de clase obrera sé muy bien de lo que hablo–. Aunque también creo en la posibilidad de escapar a nuestro destino. Me gusta la heterodoxia y las diferentes maneras de estar en el mundo. Creo que es estimulante, que distintos grupos de personas, se organicen en libertad de una manera alternativa si lo desean –me gustan los moteros, los flamencos, los trancers, los sadomasoquistas, los pornógrafos, los toreros, los skaters, entre otros, incluso las hermandades secretas, siempre que no sean conspirativas ni delictuosas–, pero también comprendo que las sociedades tiendan a tener estructuras conservadoras que posibiliten cierta necesaria estabilidad. Pero sobre todo creo en el individuo, en su intimidad con respecto a la sociedad y en la realidad singular de cada uno de nosotros.

(Fin)